Pues, señor, este era un gato llamado Pik; tenía una cabecita graciosa, y como Marramaquiz de la gatomaquia, tenía en los ojos dos niñas de color de esmeraldas diamantadas, y cual todos los gatos, según el sabio Bufón, las uñitas guardadas en un estuche de terciopelo; y, en fin,
debo añadir para terminar el retrato, que era blanquinegro como una ficha de dominó, tenía el rabo unas veces erguido, y enroscado otras, las orejas movibles y un hociquito de color de rosa.
Aún no llegaba á los seis meses, pero ya tenía unos bigotes que darían envidia á un jovenzuelo y hubieran podido competir con los de un tambor mayor; felizmente ya no hay tambores, de lo que deben dar gracias al cielo nuestros oídos.
Pero no salgamos de nuestro cuento, que él ha de ser pequeñito, y no hay cosa que más enoje que las digresiones impertinentes, pues en ocasiones el ruido es más que las nueces, ó se hace mucho ruido para nada. ¿Ustedes creen que por lo largo de sus bigotes era Pik formalote y grave? Ni mucho menos. Era el mismísimo diablo en trazas de gato.
Os aseguro que no encontraréis gato más revoltoso.
Jugaba con todo: con los flecos que caen de los sillones, las puntillas de las colchas y almohadas, los papeles, los cordones de las campanillas; todo esto le servía para divertirse á su placer; y si lograba hallar á su alcance la cajita ó neceser de una señora, en un dos por tres hacía rodar los carretes de hilos, los alfileteros, los dedales, y á veces cogía entre sus dientes una almohadilla y escapaba con su presa á trote ligero, como un raterillo de la calle con lo primero que arrebata á los descuidados.
Era una alhaja el gatito. Ruidoso, impertinente, frívolo y perjudicial. ¿Creéis que exagero? Pues aún digo poco; un día le chocó á él un tinterito de cristal; tres bolitas, sobre las que había otra esfera, que, abierta en dos mitades, la una era la tapa y la otra el vasito de la tinta;
¿y qué se le ocurrió á Pik? Pues va ¿y qué hace? Con su manita empezó á dar suavemente golpes sobre la bolita tintero, intentando ¡qué necio! desprenderla de las otras para jugar con las tres; irritado de no conseguirlo, dió más fuerzas á su mano y ¡paf! volcó el tintero;
y conociendo que había hecho una catástrofe, escapó, dejando manchada de tinta la mesa y los papeles. Al poco rato, pensando que la péndola de un reloj era también cosa de juego, paró el reloj; no habían pasado cinco minutos, cuando, luego de arrastrar por el suelo un objeto redondo, dándole manotadas de un lado á otro, le llevó hasta el balcón, y por él cayó dicho objeto á la calle, dejando á Pik asombrado, con la cabeza, entre los hierros mirando aquella cosa redondita que brillaba al sol.
Por supuesto, que el objeto llamó la atención de un transeúnte á quien debió gustar, pues se lo guardó bonitamente en el bolsillo y prosiguió su camino muy satisfecho.
¡Á saber lo que las tres últimas jugarretas traerían en consecuencia! Pero de todo ésto tenía la culpa Rafaelillo, el niño de la casa, que era tan diablo como el gato mismo y que no sólo permitía al animalejo tales libertades, sino que…
pero no lo digáis, porque harto lo siento hoy… ¿me lo prometéis?… bueno, pues, era quien le había dado la linda maña de jugar con todo.
II
Le habían prometido á Rafaelito un premio, y le habían propinado el vigésimo quinto sermón. Este podía reducirse á lo siguiente: «Niño, no todo se ha hecho para jugar, cuidado con las armas, no enredes con los papeles de papá» y otras cosas así.
El premio esperado y deseado era la posesión de Chirinel, el más bonito muñeco que podáis imaginar; tenía uniforme encarnado con galón de oro, un plumero de general y un gorro de cascabeles y unas narices corvas y largas y unos ojos alegres y una eterna sonrisa; por último, era lo más raro y á la vez bonito de cuanto se ve en un escaparate Tirolés.
Y para que veáis cómo se enlazan los sucesos.
Rafaelillo llevaba sus ocho días de formalidad, y, sin embargo, todo lo perdió. El día que su padre debía rescatar á Chirinel del escaparate, el niño había puesto un dibujo sobre la mesa del papá. Pues bien: el dibujo quedó borrado con la mancha de tinta vertida por Pik; no se pudo apreciar la aplicación de Rafael… faltaba un dato.
Y, lo que es peor aún, su señor padre no estaba en disposición de perdonar esto. Sí, ¡de lindo genio se encontraba! Pensando que era una hora más tarde, dejó de acudir á una cita; y, por último, había en la casa una pena gravísima: la mamá no hallaba la miniatura de la abuelita; el único retrato que conservaba de la pobre y querida abuela…
—Esta casa está dada al diablo —oyó decir Rafael á su padre— y corrió á esconderse, no solo ya desistiendo de su pretensión, sino temiendo un castigo.