Ya en su lecho de muerte, un campesino llamó a sus tres hijos para entregarles en herencia “los ahorritos de toda su vida”. Les pidió que se los repartieran como “buenos hermanos”, pero los dos mayores, que eran igualmente ambiciosos, quisieron quedarse con todo.
Para conseguirlo, propusieron al menor dejar la herencia enterrada y salir a rodar tierras durante un año. Al término de ese plazo se reunirían allí mismo, y el dinero se entregaría al que contara la mentira más grande. El menor aceptó de inmediato y desde la misma tumba paterna tomó cada uno su propio rumbo.
Al año justo volvieron a encontrarse en el punto convenido, que era donde habían enterrado el dinero.
Después de abrazarse con grandes muestras de alegría, tomó la palabra el mayor:
— Yo, hermanitos, he trabajado durante todo este año de chacarero. Y les cuento que planté una mata de garbanzos que creció tan alto, tan alto, que llegó hasta el cielo.
—¡Grandaza es la mentira, hermano! —reconocieron a coro los dos menores.
—Ahora diga la suya, hermano —pidió el mayoral segundo.
— Yo estuve trabajando en una hilandería. Y un día me puse a torcer un hilo tan largo, tan largo, que mientras yo sostenía una punta, la otra llegaba hasta el cielo.
—Bien regrande es también esa mentira —dijeron los otros dos—. A usted, hermanito, le toca ahora decir la suya.
Yo —dijo el menor, rascándose una oreja— no trabajé en nada fijo. Tanto que una noche llego a mi cuarto y ni fósforos tenía para prender la vela.¿Qué hacer? Divisé una luz en la luna y hasta allá subí a prender mi vela.
— ¿Y por dónde subiste?
—¡Por el hilo que tu torciste!
—¿Y por dónde bajaste?
—¡Por el garbanzo que tú plantaste!
Los dos hermanos mayores desenterraron el dinero y se lo entregaron sin chistar al menor, que era el menos ambicioso, y que ni siquiera había llegado con una mentira preparada al curioso encuentro.