Nunca vimos animal más orgulloso que nuestra gata, cuando le dimos para que amamantara a una cachorra de tigre recién nacida.
La olfateó largamente, la lavó con su lengua, la alisó y peinó sin parar, mientras la fierecilla se quejaba con estruendo.
Durante nueve días, la gata la amamantó con cariño y puso especial celo en su cuidado. Toda la leche pertenecía a la princesita gruñona. A ambos lados de sus patas, los gatitos aullaban de hambre.
Cuando la tigre abrió los ojos, la tomamos a nuestro cuidado. Preparábamos mamaderas, dosificadas y vigiladas. Debíamos cuidarnos al incorporarnos, pues la pequeña estaba siempre entre nuestros pies. Noches en vela. Cuidados para sus dolores de vientre, sus convulsiones. Y finalmente, largos quejidos. Paños calientes y su mirada atónita, que no nos reconocía.
No es de extrañar que la criatura sintiera predilección por nosotros. Nos seguía por los caminos, entre los perros y un coatí, siempre por el centro. Marchaba con la cabeza baja, aparentando no ver a nadie. Los peones quedaban asombrados de ver aquella presencia extraña por la carretera.
Mientras los perros y el coatí se desplazaban por las cunetas, ella andaba por el camino, con un lazo celeste al cuello, y los ojos del mismo color.
El problema con los carnívoros, es que tarde o temprano, buscan la alimentación con carne viva. Nuestra vigilancia la retrasó un poco, pero finalmente, se llevó a nuestra gallina preferida.
La joven tigre, comía solo carne cocida, y hasta desdeñaba la carne cruda. No le interesaban las ratas, ni las gallinas del corral.
La gallina que criamos en casa, había sacado pollitos, y era un ejemplo de madre. Pero un mediodía, sentimos el alboroto en el patio y allí estaba nuestra tigre relamiéndose, entre un alboroto de plumas.
Demasiado nervioso, tomé a la tigre del cuello y la lancé lejos. Pero quiso la casualidad, que golpeara su cabeza contra una piedra y también la perdimos.
No fue una tarde feliz para nosotros.