La madre se encontró con su pequeño hijo, que estaba pensativo delante del arbusto de grosella en el jardín.
Ella notó que su expresión era a la vez desconcertada y angustiada.
“¿Qué te pasa, corderito?” preguntó con ternura.
“Estoy pensando, mamá”, respondió el niño.
“¿Qué pasa, hombrecito?”
“¿Tienes patas de grosella, mamá?”
“¡Porque no! Por supuesto que no, querida”.
La perplejidad desapareció del rostro del niño, pero la expresión de preocupación se hizo más profunda cuando volvió a hablar:
“Entonces, mamá, creo que me he tragado un catapilar”.