El pueblito de Hamelin está en Brunswick, cerca de la famosa ciudad de Hanover, y el profundo y anchuroso Weser baña su flanco sur. Jamás se vio un lugar tan placentero pero, para la época en que comienza nuestra historia –hace casi cinco siglos–, los pobladores soportaban una horrible peste.
¡Ratas! Desafiaban a los perros y mataban a los gatos; mordían a los bebitos en sus cunas; se comían los quesos de los moldes y sorbían la sopa del mismísimo cucharón del cocinero; abrían los toneles de sardinas en salmuera, anidaban en los sombreros de paseo de los hombres y hasta estropeaban las charlas de las mujeres, ahogando las voces con chillidos estridentes que cubrían una gama de cincuenta sostenidos y bemoles.
Finalmente la gente acudió en manifestación a la alcaldía.
–Es evidente que nuestro alcalde es un papanatas –gritaban–. Para no hablar de la Corporación. ¡Pensar que gastamos en trajes de armiño para unos bobos que no son capaces de librarnos de esta peste! ¿Acaso esperan ampararse en sus pieles de magistrados, sólo porque son viejos y gordos? De pie, señores. Exprímanse los cerebros para encontrar una solución, o no les quepa duda de que los vamos a echar.
Al oír esto el alcalde y la Corporación se pusieron a temblar, muy preocupados.
Estuvieron reunidos en consejo durante una hora y por fin el alcalde rompió el silencio.
–Remato mi investidura al mejor postor. Querría estar bien lejos de aquí. Es fácil pedir que uno se exprima el cerebro. Ya me duele la cabeza de tanto rascarla. Y nada. ¡Si se nos ocurriera alguna buena trampa!
Mientras decía esto tocaron suavemente a la puerta del recinto
–¡Santo cielo! –exclamó el alcalde–. ¿Qué es eso?
(Allí sentado con la Corporación parecía pequeño pero asombrosamente gordo. Su mirada no era más lúcida ni más húmeda que la de una ostra muerta, aunque hay que admitir que cobraba un poco de vida al mediodía, cuando la panza clamaba por un guiso de tortuga verde y gelatinosa.)
–¿Alguien se está sacudiendo los pies en el felpudo? –preguntó, y agregó–: Cualquier ruidito que me recuerde el de las ratas y el corazón me da un vuelco.
–¡Adelante! –gritó finalmente el alcalde, y pareció que había crecido.
Entonces hizo su entrada el tipo más raro que pueda uno imaginar, con un extravagante abrigo que lo cubría de pies a cabeza, mitad amarillo y mitad rojo. Era un hombre alto y muy delgado, con ojos azules y penetrantes, chiquitos como dos alfileres, cabellos claros y lacios pero tez morena, sin bozo en las mejillas ni barba en el mentón pero con muchas sonrisas en tos labios.
Nadie imaginaba quién era ni de dónde venía y todos contemplaban absortos al hombre altísimo y su extraño atavío.
Uno dijo:
–Es como si mi tatarabuelo hubiese vuelto de la tumba al oír las trompetas del día del Juicio.
El hombre avanzó hasta la mesa de deliberaciones y dijo:
–Con su permiso, honorables. Por obra de un poder secreto, estoy en condiciones de hacer que me sigan todas las criaturas vivientes, las que se arrastran, las que nadan, las que vuelan y las que corren. Suelo utilizar mi poder sobre los bichos perjudiciales al hombre, como los topos, los sapos, los tritones y las víboras. La gente me llama el Flautista.
Y sólo entonces notaron que alrededor del cuello tenía una banda roja y amarilla (para hacer juego con el saco), de cuyo extremo colgaba una flauta. También notaron que los dedos se le escapaban, como si estuvieran ansiosos por tocar esa flauta que se bamboleaba sobre el anticuado traje.
–A pesar de ser sólo un pobre flautista –dijo–, en junio pasado liberé al Chan de Tartaria de unas gigantescas nubes de mosquitos y en Asia le quité de encima a Nizam una ola monstruosa de murciélagos vampiros. Y en cuanto a lo que les preocupa a ustedes ¿me darían mil florines si libero a la ciudad de las ratas?
–¿Mil? ¡Cincuenta mil! –exclamaron sorprendidos el alcalde y la Corporación.
Entonces el Flautista salió a la calle, algo sonriente, como si supiese qué magia dormía en su flauta, y, como un músico experto, frunció los labios para soplar el instrumento. Los ojos despedían destellos azules y verdes, como cuando se arroja sal sobre la llama de una vela.
Y antes de que la flauta hubiese emitido tres notas agudas, se oyó algo que recordaba un ejército en marcha. El murmullo se convirtió en gruñido, el gruñido en rugido y las ratas comenzaron a precipitarse atropelladamente a la calle.
Ratas grandes, ratas chicas, ratas enclenques, ratas robustas, ratas marrones, ratas grises, ratas negras, ratas rubias, viejas ratas solemnes y rengas, ratitas alegres y juguetonas, padres, madres, tías, primos, colas en alto y bigotes en punta, decenas y docenas de familias, hermanos, hermanas. esposas y esposos, todas detrás del Flautista.
El Flautista tocaba y caminaba y las ratas lo seguían bailoteando, hasta que llegaron a orillas del Weser, donde todas se zambulleron y murieron.
Todas salvo una, intrépida como Julio César, que atravesó el río a nado y vivió para llevar sus comentarios al País de las Ratas, tan cuidadosa como el conquistador romano de preservar el manuscrito. Su historia decía así:
“En cuanto sonaron las primeras notas agudas en la flauta, me pareció oír que cortaban lebrillo, que colocaban manzanas, maravillosamente maduras, en la prensa de hacer sidra, que corrían barriles de embutidos, que dejaban entreabiertos armarios con conservas y que quitaban los corchos a los frascos de aceite, que hacían saltar los flejes de los toneles de manteca.
Era como si una voz (más dulce que el arpa o el salterio) gritase: “¡Alégrense, ratas! El mundo se convirtió en una enorme despensa. Así que masquen, tasquen, desayunen, almuercen, merienden y cenen.” Y cuando me pareció ver un gran barril de azúcar, ya abierto, brillante como el sol, a pocos centímetros de mis narices, como diciéndome: “Ven a perforarme”, me encontré revolcándome en el Weser”.
Tendrían que haber escuchado a los pobladores de Hamelin haciendo repicar las campanas hasta doblar los campanarios.
–¡Vamos! –gritaba el alcalde–. ¡Agarren palos largos y arranquen los nidos; tapen los agujeros! ¡Consulten con carpinteros y albañiles y no dejen ni rastros de las ratas en el pueblo!
De pronto asomó la cara del Flautista en el mercado y se oyó:
–¡Primero páguenme mis mil florines, por favor!
¡Mil florines! El alcalde se puso verde y también, los miembros de la Corporación. Las cenas del Concejo hacían estragos con las reservas de Clarete, de Mosela, de Vinde–Grave y de vino del Rin, y la mitad de ese dinero bastaría para volver a llenar con vino el tonel más grande de la bodega. ¿Cómo iban a pagarle esa suma a un vagabundo vestido de amarillo y rojo, como un gitano?
–Además –dijo el alcalde con un guiño malicioso, fue obra del río. Todos vimos con nuestros propios ojos cómo se hundían las ratas. Y lo que está muerto no resucita, según creo. Así que, amigo, no somos gente que vaya a negarle un vaso de vino ni tampoco algún dinerito, pero en cuanto a los florines, lo que dijimos lo dijimos en broma. Por otra parte, hay que tener en cuenta que sufrimos graves pérdidas y que debemos ahorrar. ¡Mil florines! ¡Por favor! Conténtese con cincuenta.
El Flautista cambió de cara y gritó:
–No acepto regateos y, además, estoy muy apurado. Prometí estar en Bagdad para la hora de la cena: tengo que probar la primicia de un guiso del cocinero en jefe, un hombre muy rico, que está agradecido de que haya exterminado los escorpiones de la cocina del califa. No regateé con él y no voy a ceder ni un centavo con ustedes. Además, tengan en cuenta que tengo otro modo de tocar la flauta para la gente que me pone furioso.
–¿Cómo dice? –gritó el alcalde–. ¿Cree usted que puedo permitir que me trate peor que a un cocinero? ¿Que me insulte un asqueroso haragán, un flautista vagabundo vestido de todos colores? ¿Es eso una amenaza? Adelante, entonces, y sople su flauta hasta reventar.
El Flautista salió una vez más a la calle y una vez más acercó a sus labios la larga flauta de caña lisa y recta. Y antes de que hubiese sonado la tercera de esas notas dulces y suaves como no había emitido hasta entonces ningún músico en el mundo, se oyó un murmullo de bullicio, de muchedumbres alegres que se empujaban y se atropellaban, piecitos que pataleaban y zuecos que golpeteaban, manitos que aplaudían y lengüitas que parloteaban y,
como las aves del corral cuando les tiran el alpiste, salieron corriendo los chicos. Todos los chicos y las chicas de mejillas sonrosadas y rulos rubios, de ojos brillantes y dientes de perlas, tropezándose y brincando corrían en pos de la música maravillosa entre gritos y carcajadas.
El alcalde se quedó mudo y los consejeros se quedaron duros como estacas. Incapaces de dar un paso o de gritarles a los chicos que pasaban saltando alegremente, sólo podían seguir con los ojos a esa multitud gozosa que perseguía al Flautista. Pero ¡qué angustia sintió el alcalde y cómo palpitaron los corazones de los consejeros cuando el Flautista se desvió de la calle principal y se dirigió hacia el Weser, que les saldría al paso a sus hijos y sus hijas!
Sin embargo, el Flautista cambió de rumbo y, en lugar de dirigirse hacia el sur, se dirigió hacia el oeste y rumbeó hacia la colina de Koppelberg, con los chicos siempre pegados a la espalda. Todos se sintieron aliviados.
–Nunca podrá atravesar ese pico. Tendrá que dejar de tocar y nuestros hijos se detendrán.
Pero sucedió que, al llegar al pie de la montaña, se abrió de par en par un portal maravilloso, como si de pronto hubiese surgido una caverna. El Flautista avanzó y los niños lo siguieron. Y cuando habían entrado todos, hasta el último, la puerta se cerró de golpe.
¿Dije todos? Me equivoco. Uno de ellos era rengo y no había podido bailotear como los otros. Cuando, muchos años después, le reprochaban su tristeza, solía decir: “Es muy sombrío el pueblo desde que se fueron mis compañeros. Y no puedo olvidar que estoy privado de contemplar todos esos maravillosos espectáculos que también a mí me prometió el Flautista.
Decía que nos conducía a una tierra de gozo, que estaba muy cerquita del pueblo, allí nomás, donde brotaban fuentes y crecían árboles frutales y las flores desplegaban matices más hermosos y todo era extraño y nuevo, donde los gorriones eran más brillantes que los pavos reales y los perros más veloces que las corzas, y las abejas habían perdido sus aguijones y los caballos nacían con alas de águila.
Y justo cuando me sentí seguro de que en ese lugar iba a curarme de mi renguera, la música se detuvo y yo me quedé allí parado, del lado de afuera de la montaña, abandonado muy a pesar mío y obligado a seguir rengueando en este mundo y a no volver a oír nunca más hablar del hermoso país”.
¡Desdichado Hamelin! A muchos vecinos les vino a la mente eso de que es más fácil que un camello pase por el ojo de un aguja que un rico entre en el cielo.
El alcalde mandó mensajeros hacia los cuatro puntos cardinales para ofrecerle al Flautista, donde quiera que se lo hallase, todo el oro y toda la plata que pidiera si regresaba como se había ido y traía con él a los niños.
Pero cuando vieron que todo era en vano y que el Flautista y los niños que bailoteaban a sus espaldas se habían ido para siempre, lanzaron un decreto por el cual los abogados debían fechar sus documentos según esta fórmula:
“A tantos años, meses y días de lo que sucedió aquí el 27 de julio de 1366”. Y para no olvidarse jamás de la calle por donde habían desaparecido los niños la llamaron Calle del Flautista y cualquiera que pasase por ella tocando la flauta o el tamboril podía estar seguro de que no volvería a encontrar trabajo en Hamelin.
Tampoco permitieron que ninguna hostería ni ninguna taberna perturbase con el bullicio una calle tan solemne. Y frente al lugar en que se había abierto la caverna levantaron una columna y en ella escribieron esta historia y también la pintaron en el gran vitral de la iglesia, para que el mundo se enterase de que les hablan robado sus hijos. Todavía hoy están allí esos recuerdos.
Me olvidaba de mencionar que en Transilvania hay una tribu de gente muy especial que asegura que las ropas tan extrañas que usa, y que tanto llaman la atención de sus vecinos, son una herencia de sus antepasados, surgidos de una prisión subterránea en la que se los había sepultado hacía largo tiempo después de haberlos arrebatado del pueblito de Hamelin, en el condado de Brunswick, sin que supieran decir cómo o por qué.
Así que, Guille, saldemos nuestras deudas con todos los hombres… ¡sobre todo con los flautistas! Y sí llegan a liberarnos con su música de ratas o de ratones cumplamos nuestra promesa y paguémosles lo que hayamos convenido.