Jaime era un adolescente terriblemente desordenado, como todos los de su edad, pero él había convertido este mal hábito, en un apostolado. Cada vez que llegaba de la secundaria, iba dejando tirados sus libros por donde pasara, sin fijarse siquiera en lo que hacía. Incluso había llegado a dejarlos caer en la cama de Fito, el perro de la familia.
Lo peor, es que el pobre Fito estaba en su cama y recibió un fuerte golpe en la cabeza. Pero esto no sirvió de escarmiento a Jaime, quien se preocupó por el bienestar de su mascota, pero no dejó de ser desordenado.
Claro que los padres de Jaime estaban muy preocupados por su condición desprolija crónica y consultaron con docentes y psicólogos, pero todos los consejos que les dieron, resultaron infructuosos. No había forma de concientizar al joven acerca de la importancia de ser ordenado en la vida.
El descuido de Jaime no se quedaba en sus objetos personales, el joven lo extendía a todos los ámbitos de su vida. Cuando los profesores le indicaban una tarea, el olvidaba hacerla, o la hacía en cualquier cuaderno y luego no sabía dónde la tenía.
También tenía problemas a la hora de guardar información en su computador, pues jamás nombraba las carpetas para guardar la información, de modo que tenía un caos infinito de carpetas irreconocibles.
En ocasiones, el adolescente se sentía muy triste y frustrado por los problemas que le ocasionaba su desorden, como cuando su abuela le regaló una suma de dinero importante para que se comprara una motocicleta, pero la perdió entre el caos terrible de su dormitorio y pasaron años antes de que alguien encontrara nada.
Pero como la vida siempre está dispuesta a darnos lecciones, Jaime tuvo que aprender finalmente, pero de la peor manera. Cuando llegó la fiesta de graduación de la secundaria, se presentó la oportunidad de invitar a la joven de la cual había estado secretamente enamorado durante años. Era la chica más hermosa de la ciudad y todos querían conquistarla.
Era tan popular que podía darse el lujo de ser muy exigente y por diversión, solía poner a sus galanes a prueba. No eran pruebas sencillas, sino todo lo contrario, por eso, cuando Jaime finalmente se decidió a invitarla, debió sufrir las consecuencias.
Era bastante tímido, así que envió la invitación a su correo electrónico y ella le contestó que lo acompañaría si podía hacerle el poema más hermoso.
El pobre Jaime se las vio en figurilla para resolver su prueba. No quería ser desleal y pedir a alguien que escribiera el poema por él, de modo que lo hizo de la manera correcta.
Leyó a los grandes poetas de la historia y pidió ayuda a su profesor de literatura, pasó muchísimas horas creando versos y destruyéndolos, hasta que logró un poema que le convenció. Encomendándose a las musas, Jaime le envió el poema a su amada, rogando que le gustara. Y así fue.
La joven le contestó que aceptaba la invitación y como no lo conocía, pedía que le recitara de memoria el poema en la fiesta para saber que era él. Jaime quedó encantado con la respuesta, le parecía muy romántica la idea de acercársele recitando su poesía.
Pero como les dije, la vida nos da lecciones. Cuando llegó el día antes de la fiesta, Jaime se dispuso a memorizar su poema, pero no lo encontró. Buscó nuevamente, utilizó los buscadores, revisó en su correo, pero nada. En ninguna parte estaba el poema.
Y no era de extrañarse, ni el mejor experto programador podría ordenar aquel desastre informático. El muchacho pasó las siguientes veinte horas buscando su dichoso poema sin éxito.
Tampoco podía recordar ningún verso del mismo, como para intentar salir del paso. Todo era inútil. Desconsolado, se bañó y se vistió para asistir a la fiesta con la esperanza de poder solucionar su situación.
Cuando llegó a la fiesta, la joven de sus sueños estaba rodeada de admiradores como siempre, pero se dijo que intentaría de todas formas convencerla para escucharlo. Se acercó hasta ella y le dijo quién era.
La joven lo miró seriamente y le pidió recitar el poema, cosa que todos los admiradores escucharon y aprovecharon para tomar alguna ventaja. Al instante se improvisaron como veinte poetas que recitaban versos disparatados y no tanto, incluso alguno logró recordar algún poema célebre y con él impresionar a la joven.
El pobre Jaime era el único que no atinaba a decir nada. Pero la joven decidió darle otra oportunidad y le pidió que recitara lo que su corazón le dictara.
Y fue lo que hizo el joven enamorado, pero con muy mala pata, porque de sus labios brotaron toda clase de tonterías incoherentes que nadie llegó a comprender, pero que provocaron las burlas de todos los presentes.
La humillación fue tan grande, que Jaime salió corriendo de la fiesta y ya no regresó, a pesar de que la joven lo animaba para que no se sintiera mal.
Fue de esta triste manera que Jaime comprendió que el desorden no nos ayuda en nada, pero por el contrario, puede hacernos pasar momentos terribles al perder lo que más nos importa.