En un país muy lejano, había una princesa que vivía en un enorme castillo, rodeado por montañas y bosques. Su vida era tan aburrida, que Griselda (que así se llamaba), vivía triste y acongojada.
Pasaba los días mirando al cielo y los pajarillos que pasaban alegremente en vuelo.
Nunca pasaba nada en la vida de Griselda. Estaba muy sola en un castillo aburrido, en un país aburrido. Su padre, el rey, pasaba encerrado en sus aposentos, escribiendo la historia de la familia, que era tan aburrida como el resto, pues, durante generaciones, no había ocurrido nada significativo en sus vidas.
La pequeña no tenía con quien conversar, pues su madre se había marchado cuando ella tenía tres años. El rey nunca notó que la madre no estaba, pues sólo se interesaba por su historia familiar.
La princesa bordaba, leía, paseaba por los jardines reales, pero no conseguía entretenerse. Nadie le hablaba. La servidumbre estaba muy ocupada para tener tiempo de atenderla.
Una mañana de primavera, Griselda miraba por la ventana. De pronto vio un grillo que salía de una grieta en la pared. La princesa, que estaba a punto de dormirse, dio un gran salto. Pero pasada la primera impresión, intentó pisarlo. Pero el grillo le pidió que no lo matara.
Griselda quedó pasmada. Y el grillo continuó hablándole. La niña lo observaba y notaba que su conversación era muy agradable.
El grillo comenzó a visitar a Griselda todos los días. Charlaban amigablemente y le contaba historias sobre el mundo. El grillo se llamaba Sebastián.
Pasó el tiempo y el grillo se había convertido en un gran amigo de la princesa, tanto, que le permitía subirse en su hombro para susurrarle historias. Sebastián había llenado la vida de la princesa.
Había transcurrido un año desde que llegara, cuando el grillo dijo seriamente a la princesa:
– Griselda, tengo algo que contaros.
– Dilo. Te escucho.
– Hace ya bastante tiempo, era yo un apuesto caballero. Pero una bruja me hechizó por no casarme con su horrenda hija. En venganza, me convirtió en grillo. Y no recobraré mi forma normal, hasta que una doncella de corazón puro, me ame como soy. Entonces, volveré a ser como antes.
Griselda lo miró con ternura. No sabía si tomárselo muy en serio.
– Pero hay algo más. Debes besarme.
– ¿Un beso?
– Si no quieres, está bien. Comprendo.
La princesa titubeó por un momento. Y lo besó. El tiempo pareció detenerse y Griselda se desmayó.
Cuando volvió en sí, Sebastián estaba a su lado. La miraba con sus extraños ojitos negros, frotó sus antenas contra las de ella para que reaccionara.
Algo había salido mal. Ambos estaban convertidos en grillo.
Sebastián y Griselda construyeron un pequeño hogar en la rendija de la pared. Allí vivieron felices y tuvieron cientos de hijos que recorrían alegremente el castillo cantando.
Moraleja:
Las cosas, no siempre salen como uno quiere. Ni siquiera en los cuentos.